miércoles, octubre 19, 2011

Hidalgo

Antorcha de eternidad



Un niño que nació en una hacienda novohispana en la región del bajío. Un adolecente que estudió en el Colegio de San Nicolás en la antigua Valladolid. Un joven que se graduó de Bachiller en la Real y Pontificia Universidad de México. Un individuo culto que fue catedrático y luego rector de su propio Colegio. Sacado de ahí por sus ideas para ser enviado como párroco. Un párroco que enseña a sus feligreses el cultivo de la vid, la cría del gusano de seda, alfarería y otros oficios. Que funda con ellos talleres de herrería y otras artesanías. Un cura que convive y bebe con quienes acuden a sus misas y el acude a sus casas. Un cura que sigue leyendo y se entera de la Revolución Francesa y lee a los enciclopedistas. Y nutre su pensamiento de esas ideas. Un sacerdote que en tu tiempo libre traduce a escritores franceses y sus obras de teatro son puestas en escena por los más avezados de su feligresía. Un cura que no cumplió el celibato  y tuvo hijos con dos mujeres distintas. Esa es la historia contada en este libro biográfico de Miguel Hidalgo y Costilla por Melchor Sánchez Jiménez y que en 1956 obtuvo el premio El Nacional que otorgaba el diario editado originalmente por el Partido Nacional Revolucionario.

Ese sacerdote, además de convivir con su feligresía, se hacía amigo de algunos militares y hacendados criollos. Con algunos de ellos conspiró para liberar a la llamada Nueva España del imperio español. Un grupo de treinta de sus adeptos, junto con él, se congregaron en donde residía la madrugada del 16 de septiembre de 1810. Se asignaron comisiones para liberar a los presos y llamar a la población a congregarse frente a la parroquia de Dolores –en el actual estado de Guanajuato-. Era domingo y habría misa por la mañana. Antes del amanecer y frente a un grupo ya más nutrido de alfareros, herreros, campesinos y artesanos, acompañado de algunos militares criollos, dio el Grito para iniciar la Guerra de Independencia. Es el hito que marca el surgimiento de la nación mexicana.

E inició la guerra. El incipiente ejército de varias centenas fue engrosándose. Avanzó a San Miguel. Se sumaron más y fueron miles. Avanzó ese ejército improvisado a la capital provincial. Tomó a sangre y fuego Guanajuato. Se hizo una masacre y saqueo por la falta de control sobre los rebeldes. Se estableció un gobierno independentista. Se marchó hacia Valladolid –hoy Morelia-, luego al Valle de México. Antes de llegar se derrotó al ejército realista en el Monte de las Cruces, con esa victoria se estuvo a las puertas de la capital virreinal. Se reflexionó y se regresó hacia el norte. Otras capitales provinciales fueron cayendo en poder del ejército insurgente. En tanto, la jerarquía de la iglesia católica excomulgo a Miguel Hidalgo.

Vino la traición. Ésta se consumó después de salir de Monclova con intenciones de llegar a Estados Unidos. En las Norias de Bajan fueron hechos prisioneros los principales insurgentes, Hidalgo entre ellos. Algunos fueron muertos en la celada de captura, otros fusilados enseguida y los principales llevados a Chihuahua para someterlos a un juicio que ya tenía sentencia de antemano, ésta dictada por el virrey de la Nueva España. Hidalgo y sus compañeros de lucha fueron fusilados. Al amanecer del 30 de julio de 1811 Hidalgo fue fusilado por un pelotón que tuvo que disparar en tres ocasiones, la última directamente al pecho y corazón del mártir.

Su cabeza fue cercenada de tajo, dice el relato que por un indio tarahumara. Igual suerte corrieron sus compañeros de lucha: Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez. Sus cabezas conservadas en sal fueron trasladadas a Guanajuato y ahí exhibidas en el exterior de la Alhóndiga de Granaditas, donde permanecieron hasta seis meses antes del fin de la Guerra de Independencia. En 1823, siendo presidente Vicente Guerrero –Consumador de la Independencia-, los restos de los cuatro decapitados en Chihuahua y de los mártires fusilados en otras ciudades en la larga guerra fueron traídos a la capital de la República y conservados en la Catedral. De ahí fueron llevados el 16 de septiembre de 1910, un siglo después de iniciada su hazaña a la Columna de la Independencia, erigida en conmemoración de esos primeros cien años. Y ahí están, con la salvedad de haber sido sacados de ahí esos restos el año pasado -2010- por el actual gobierno usurpador y llevados transitoriamente a una exposición a Palacio Nacional y luego retornados.

Además de la muerte por fusilamiento, la separación de la cabeza del cuerpo fue la pena impuesta por el tribunal del virreinato novohispano en el inicio de la segunda década del siglo XIX a los insurgentes.

Doscientos años después las bandas criminales que asolan a varias regiones de México, asesinan a sus rivales y cercenan sus cabezas, aparecen por un lado unas y por otro los cuerpos. Los asesinados de los tiempos actuales que han corrido esa suerte no son para nada comparables con los héroes de la Independencia. Sin embargo el método que se utiliza contra ellos nos recuerda y hace imaginar cómo era la vida y la muerte en el siglo XIX.

Miguel Hidalgo, al frente de un reducido grupo de valientes y generosos inició una de las mayores gestas libertarias del mundo. México fue conformándose a partir de esa Guerra de Independencia que inició él. En su vida fue indómito. Al morir fusilado entró en la inmortalidad al panteón de la Patria. Y ahí permanece.


Título: Hidalgo
Autor: Melchor Sánchez Jiménez
Editorial: El Nacional, Revista Mexicana de Cultura
Edición: Primera, 1956.

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